Línea fronteriza

Elisenda Julibert

 


Italo Calvino

Subcomedia: Hay un mundo de escritores, de traductores, de editores, de agentes literarios, de periódicos, de revistas, de suplementos, de reseñistas, de congresos, de críticos, de invitaciones, de promociones, de libreros, de derechos de autor, de anticipos, de asociaciones, de colegios, de academias, de premios, de condecoraciones. Si un día entras en él verás que es un mundo triste; a veces un pequeño infierno, un pequeño círculo infernal de segunda clase en el que las almas no pueden verse unas a otras entre la bruma de su propia inconciencia.

Augusto Monterroso

En un pasaje de Si una noche de invierno un viajero, Italo Calvino conduce a su desdichado protagonista-lector-en-busca-de-una-obra-que-leer hasta la editorial de donde proceden los distintos ejemplares que ha ido adquiriendo sin éxito: en cada uno de los libros que compra, el protagonista encuentra capítulos de obras distintas, de modo que una y otra vez, con cada nueva lectura, ve su placer interrumpido. Cuando empieza a entusiasmarse con el asunto relatado, con los personajes, con la trama,… el capítulo termina y el siguiente no guarda ninguna relación con el anterior. Los nombres de los personajes no coinciden, ni el género, ni la época, ni siquiera el estilo del relato.

El protagonista-lector del artefacto de Calvino no es exactamente el lector de Si una noche de invierno... sino su personaje central. Pero en efecto existe una proximidad involuntaria entre los dos. Al tratarse de una novela donde el protagonista es un lector contrariado por un texto-collage, donde se reúnen en un libro diversos comienzos de relato, fragmentos de libros mezclados, el lector de Si una noche de invierno… padece las mismas incomodidades e infortunios que su protagonista y ve, igual que él, cómo el placer de la lectura queda truncado una vez tras otra, con cada nuevo tránsito de un capítulo al siguiente.

La identificación es tal que cuando el protagonista-lector desemboca por fin en la editorial donde obtener, además de una explicación, un libro cuyos capítulos correspondan a una misma obra, también nosotros, como lectores de sus peripecias, es decir, de su lectura abortada, tenemos la impresión vívida de estar en la salita de espera, asistiendo al frenesí que se describe —de empleados que circulan de un lado a otro de la editorial, de teléfonos que suenan sin tregua, de individuos o colectivos reclamando respuesta sobre sus manuscritos enviados, de correctores discutiendo sobre algún particular , y aguardando presa de la misma exasperación, ansiedad y esperanza mezcladas que embargan al lector ficticio.

Lo que Calvino describe en ese pasaje es un retrato honesto y fidedigno de la vida y la actividad en una editorial, a pesar de que su habitual sentido del humor —y su experiencia en una gran editorial italiana— le permite retratar el asunto de un modo muy entrañable, como un desorden atroz, enloquecedor y sin embargo comprensible y humano. Y cuando al final el lector-protagonista consigue dar con el responsable de la composición de los libros, descubre que ese individuo es el responsable de todos los problemas, “ese personaje indispensable en toda plantilla empresarial sobre cuyos hombros los colegas tienden instintivamente a descargar todos los cometidos más complicados y espinosos”.

Pero en cualquier caso, con independencia del enfoque dramático o humorístico que se dé al asunto, la elaboración ficticia de Calvino resulta de interés, sobre todo porque pocos escritores han tenido el humor o el coraje de desvelarnos lo que se ve desde el otro lado de lo que Ludmila, la compañera de fatigas del protagonista-lector, denomina como “una línea fronteriza”, a un lado de la cual están los que leen, y al otro “los que hacen los libros”… ¡Los escritores! No sólo ellos.

Al penetrar en la editorial de Calvino de la mano de su lector contrariado descubrimos que existe un montón de personajes anónimos, que no obstante son decisivos, personajes que siempre han poblado las editoriales, desde el editor, hasta el individuo que entrega, o distribuye los libros en la librería de turno, pasando por los traductores, los correctores, “los expertos”, los lectores profesionales, los asesores y un largo etcétera… Pero no sólo descubrimos que entre el escritor y el lector median un montón de individuos que hacen posible el encuentro de ambos en un texto, claro.

Descubrimos, también, que la mayoría de estos individuos anónimos y decisivos, los que trabajan en una editorial, deciden qué se publica, y cómo, de un modo muchas veces inadvertido y azaroso para ellos mismos… porque no leen, ya no pueden leer: «Hace tantos años que trabajo en una editorial» —se lamenta “el responsable de todos los problemas” cuando por fin descubre que su interlocutor es un simple lector, no un autor, no un experto en alguna materia mal tratada en la edición de cierto libro, no el miembro de un seminario de investigación, sino un simple lector «pasan por mis manos tantos libros… pero ¿puedo decir que leo? No es a eso a lo que yo llamo leer…En mi pueblo había pocos libros pero yo leía, entonces sí que leía… Pienso siempre que cuando me jubile volveré a mi pueblo y me pondré a leer como antes. De vez en cuando aparto un libro, éste lo leeré cuando me jubile, digo, pero después pienso que ya no será lo mismo».

El empleado editorial, en especial aquel que lidia con los textos de un modo u otro y no tanto el que maneja la producción material del libro, no puede leer, no sólo porque no dispone del tiempo material preciso para hacerlo, puesto que por sus manos pasan tantos libros, sino porque su relación con los libros, la de la lectura, ha quedado irremediablemente malograda por efecto del tráfico de libros al que asiste y contribuye cada día. A fuerza de leer deja de ser lector: profesionaliza la lectura, y ya se sabe que la profesionalización o enajenación de las aficiones o de las cosas que uno hace por placer, suele conducir a un hartazgo considerable, a un pérdida de interés que se diferencia de la simple falta de interés hacia algo por el hecho de que el objeto de nuestro hastío es algo que un día amamos porque era una fuente insustituible de placer.

Lo revelador de la descripción de Calvino es, entonces, que contrasta con una idea bastante extendida. De un modo más bien ingenuo, se tiende a pensar en quienes trabajan en las editoriales, y en general en alguna institución dedicada a la cultura, como entusiastas de los objetos con los que comercian, como grandes lectores, o grandes filántropos, como individuos que gozan del privilegio de vivir de aquello que aman. Mientras que por el contrario, de acuerdo con Calvino, lejos de ser afortunados, quienes trabajan en la industria cultural, los que franquean la imperceptible línea fronteriza que separa las dos formas de lectura, se sienten, por lo general, desdichados: viven de lo que un día amaron y ya no pueden sino aborrecer.

31 de mayo de 2005

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